Cada mañana de mi vejez,
al despertar, no puedo evitar contemplar mi adormecido rostro frente al espejo
de bordes que combinan a la perfección con el viejo armario de madera robusta
que se encuentra situado elegantemente en una de las esquinas de mi humilde
dormitorio. No sabría decir exactamente cuánto tiempo paso observando mi
desgastado rostro, recordando aquellos días en los que desprendía vida e
inocencia.
Corrían los años 60, muy
alejados de nuestra década, no tanto en número sino más bien en sociedad. Sobre
todo en mi pueblo, alejado de cualquier gran ciudad de nuestra querida España.
Que, al encontrarse en el centro de ninguna parte, la telefonía no llegaba, las
noticias del exterior no se conocían y ninguna casa contaba tan siquiera con un
baño.
Mi madre me despertaba
cada mañana sobre las siete y media para que le ayudase a cuidar de nuestro
humilde huerto, sembrábamos tomates, patatas e incluso zanahorias. Cuando
acababa, corría hacia la escuela del párroco del pueblo para no llegar tarde y
no tener que soportar los duros castigos que nos imponían si lo hacíamos. En la
escuela, aprendí a leer y a escribir en nuestra maravillosa lengua. Como mi
madre no se había podido permitir ir a la escuela, mis hermanos y yo nos
encargábamos de enseñarle lo aprendido diariamente. Ella nos lo agradecía con
un delicioso pastel de zanahoria casero, receta que heredó de mi abuela paterna
antes de que esta falleciera.
Mi padre trabajaba en la
gran ciudad de Barcelona, en una de las fábricas más importantes, y ganaba
mucho dinero por aquella época. Cada verano, nos llevaba a la gran ciudad
durante unos días, en Barcelona descubrí mi afición por la escritura.
En mi pueblo, los niños
por las tardes quedábamos todos en la plaza central, conocida como “Plaza Juventud”.
Allí jugábamos hasta la llegada del ocaso.
Jugábamos a correr y a atrapar, al escondite, a pica la pared … y las
tardes calurosas íbamos a nadar al río.
Disfrutábamos cada
momento del día, lo vivíamos como si fuese el último. Estábamos muy orgullosos
de ser niños y no queríamos crecer. Por eso, todavía hoy, recuerdo aún incluso
los secretos que nos explicábamos siempre detrás del almacén de la parroquia.
Cuando acabo de recordar,
me calzo mis zapatillas de color azul desgastadas, regalo de mi difunta esposa,
salgo de mi alcoba y me dirijo a la cocina descendiendo lentamente por las
escaleras que llevan a la sala de estar. Allí, saludo a mis nietos que, sin
levantar la vista de sus teléfonos móviles, me exigen el desayuno.
La sociedad se muere
lentamente a medida que el tiempo avanza. Aquella época donde los niños interactuábamos
entre nosotros quedó en el pasado enterrada entre paredes de recuerdos y de alegrías
de aquellas personas que sí pudimos conocer el verdadero significado de ser
niños e inocentes con toda una vida por delante alejada de las nuevas
tecnologías. Pues ahora los jóvenes solo se preocupan por los “me gusta” que
obtienen en las fotos que cuelgan en sus perfiles públicos de las mal llamadas redes sociales.
Dichosos aquellos días
que permanecerán vivos en las memorias de aquellos que los disfrutamos…
Fran Boronat, 4t d'ESO
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