dimarts, 15 de maig del 2018

Memoria de los viejos tiempos


Cada mañana de mi vejez, al despertar, no puedo evitar contemplar mi adormecido rostro frente al espejo de bordes que combinan a la perfección con el viejo armario de madera robusta que se encuentra situado elegantemente en una de las esquinas de mi humilde dormitorio. No sabría decir exactamente cuánto tiempo paso observando mi desgastado rostro, recordando aquellos días en los que desprendía vida e inocencia.
Corrían los años 60, muy alejados de nuestra década, no tanto en número sino más bien en sociedad. Sobre todo en mi pueblo, alejado de cualquier gran ciudad de nuestra querida España. Que, al encontrarse en el centro de ninguna parte, la telefonía no llegaba, las noticias del exterior no se conocían y ninguna casa contaba tan siquiera con un baño.
Mi madre me despertaba cada mañana sobre las siete y media para que le ayudase a cuidar de nuestro humilde huerto, sembrábamos tomates, patatas e incluso zanahorias. Cuando acababa, corría hacia la escuela del párroco del pueblo para no llegar tarde y no tener que soportar los duros castigos que nos imponían si lo hacíamos. En la escuela, aprendí a leer y a escribir en nuestra maravillosa lengua. Como mi madre no se había podido permitir ir a la escuela, mis hermanos y yo nos encargábamos de enseñarle lo aprendido diariamente. Ella nos lo agradecía con un delicioso pastel de zanahoria casero, receta que heredó de mi abuela paterna antes de que esta falleciera.
Mi padre trabajaba en la gran ciudad de Barcelona, en una de las fábricas más importantes, y ganaba mucho dinero por aquella época. Cada verano, nos llevaba a la gran ciudad durante unos días, en Barcelona descubrí mi afición por la escritura.
En mi pueblo, los niños por las tardes quedábamos todos en la plaza central, conocida como “Plaza Juventud”. Allí jugábamos hasta la llegada del ocaso. Jugábamos a correr y a atrapar, al escondite, a pica la pared … y las tardes calurosas íbamos a nadar al río.
Disfrutábamos cada momento del día, lo vivíamos como si fuese el último. Estábamos muy orgullosos de ser niños y no queríamos crecer. Por eso, todavía hoy, recuerdo aún incluso los secretos que nos explicábamos siempre detrás del almacén de la parroquia.
Cuando acabo de recordar, me calzo mis zapatillas de color azul desgastadas, regalo de mi difunta esposa, salgo de mi alcoba y me dirijo a la cocina descendiendo lentamente por las escaleras que llevan a la sala de estar. Allí, saludo a mis nietos que, sin levantar la vista de sus teléfonos móviles, me exigen el desayuno.
La sociedad se muere lentamente a medida que el tiempo avanza. Aquella época donde los niños interactuábamos entre nosotros quedó en el pasado enterrada entre paredes de recuerdos y de alegrías de aquellas personas que sí pudimos conocer el verdadero significado de ser niños e inocentes con toda una vida por delante alejada de las nuevas tecnologías. Pues ahora los jóvenes solo se preocupan por los “me gusta” que obtienen en las fotos que cuelgan en sus perfiles públicos de las mal llamadas redes sociales.
Dichosos aquellos días que permanecerán vivos en las memorias de aquellos que los disfrutamos…
                                                                             Fran Boronat, 4t d'ESO

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